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La práctica de la quietud mental. I
La soberanía de la naturaleza ha sido otorgada a las fuerzas silenciosas. La luna no produce el menor ruido y sin embargo arrastra millones de toneladas de agua en las mareas, de aquí para allá, a su antojo. No oímos al sol cuando se levanta o a los planetas cuando se ocultan. Así, también, el amanecer del supremo momento en la vida de un hombre llega silenciosamente, sin que nadie lo anuncie al mundo. Sólo en esa quietud nace el conocimiento del Yo Superior. El deslizamiento del bote de la mente por el lago del espíritu es la cosa más suave que conozco; es más silencioso que la caída del rocío nocturno.
Sólo en el profundo silencio podemos oír la voz del alma. Las argumentaciones la ocultan y las demasiadas palabras retardan su aparición. En el silencio se puede atrapar un pez y disfrutarlo; pero si se tira el anzuelo y se conversa, la conversación quiebra el hechizo y ahuyenta al pez. Si pudiéramos ocuparnos menos de las actividades de la laringe y un poco más de las actividades profundas de la mente, llegaríamos a tener algo digno que decir. El discurso es un auxiliar, no una obligación. Ser es el primer deber del hombre.
La vida nos enseña silenciosamente, mientras que los hombres imparten sus instrucciones en alta voz.
El arca del tesoro del yo verdadero está dentro de nosotros, pero sólo puede abrirse cuando la mente está quieta.
Las palabras pueden decirnos lo que es la Realidad, pero no la explican ni pueden hacerlo. La verdad es un estado del ser y no un conjunto de palabras. El argumento más inteligente no puede substituir a la realización personal. Debemos experimentar si queremos experiencia. La palabra “Dios” carece de sentido para mí hasta que no logre ponerme en contacto con lo absoluto dentro de mí mismo; sólo entonces podré incluirla en mi vocabulario.
Un poco de práctica lleva muy lejos. Una veintena de conferencias no convencerá a los sentidos escépticos, y cien libros no revelarán a la visión interna lo que pueden descubrir aquellos que fielmente y con decisión apliquen el método indicado en estas páginas.
Las llamadas pruebas científicas y filosóficas de la Realidad Espiritual no prueban nada. El filósofo alemán Kant demostró hace tiempo que la razón no puede apresar esta Realidad. Por lo tanto, todas nuestras “pruebas” son una mera acumulación de palabras. Es igualmente fácil negar esta Realidad basándose en otro grupo de evidencias, u oponiendo por la fuerza un grupo de argumentos para “probarlas”.
Una especie de estremecimiento sacudió al mundo científico cuando Einstein anunció su descubrimiento de la curvatura de un rayo de luz que pasaba cerca del sol. Esta observación sirvió para establecer su teoría de la Relatividad, pero en aquel momento todos pensábamos que habría de conducirnos mucho más lejos. Pensamos que, investigando un poco más en la misma dirección y analizando un poco más los resultados, la existencia de Dios iba a formar parte de las ideas demostrables científicamente. Pero, ¡ay!, aquella ansiosa anticipación, que llenó tantas mentes y conmovió a tantos corazones piadosos, ha retrocedido algo con los años. La ciencia aún no puede emitir un veredicto seguro sobre el particular.
Los grandes problemas de la existencia individual, las preocupaciones supremas que asedian la vida de toda persona seria, no pueden resolverse en la región limitada que está al alcance de nuestro cerebro. Pero si las respuestas que dan la paz nos esperan en el interior sin límites de nuestro ser, en la substancia divina de nuestra naturaleza oculta. Porque el cerebro sólo responde con palabras estériles, mientras que la respuesta del espíritu habrá de ser la experiencia maravillosa de la iluminación interior. El que quiera practicar regular y seriamente el método de concentración mística que se expone en este libro, recibirá, a través de su experiencia propia y directa, la confirmación creciente de la divinidad verdadera del hombre. Las biblias y los otros documentos comenzarán a perder su autoridad, en tanto que él empezará a encontrar la suya.
Dios es su propio y mejor intérprete. Hallad a Dios en vuestro corazón y comprenderéis entonces, por intuición directa lo que todos los grandes maestros, los verdaderos místicos, todos los auténticos filósofos y los hombre inspirados han tratado de explicarnos por el tortuoso medio de usar las palabras.
Nunca podrán demostrar a mi intelecto que Dios, lo Absoluto, el Espíritu —o como quieran llamarle— existe realmente; pero pueden demostrármelo cambiando mi conciencia hasta que pueda participar en la conciencia del Dios que hay en mí.
Sólo existe un medio para efectuar este cambio y al mismo tiempo descubrir lo que somos realmente. Este medio es pasar de lo exterior hacia lo interior; del estar ocupado con una multitud de actividades externas, empezar a ocuparse de una sola actividad interna de la mente. San Agustín monologaba de este modo:
“Yo, Señor, he ido de una parte a otra, como oveja extraviada, buscando en el exterior, auxiliado por razonamiento; ansiosos, cuando estabas dentro de mí... Recorrí las calle; y las .plazas de la Ciudad del Mundo, buscándote siempre… y no te encontré, porque vanamente buscaba fuera lo que estaba en el fondo de mí”.
Debemos dejar caer la sonda de la mente en las profundidades del yo. Cuanto más profundamente descienda aquella, tanto más rico será el tesoro que podremos extraer del calmo mar sargazazo. La conciencia debe estar en el centro más íntimo de nosotros mismos. Cada hombre posee una puerta secreta que se abre sobre la luz eterna. Si no quiere hacer fuerza para abrirla, se condena a la oscuridad.
Si quiere una prueba de su propia divinidad, escuche a Su Yo Superior. Tome entonces un poco del tiempo destinado a las distracciones tumultuosas del mundo y enciérrese un breve momento en la soledad. Escúchese entonces, con paciencia y atención, lo que habrá de decir la propia mente, según lo explicaré dentro de poco. Repítase esta práctica todos los días, y en uno de ellos, inesperadamente, se tendrá la prueba que tan ansiosamente se ha venido buscando. Y con ella vendrá una libertad gloriosa, tan pronto como la carga de los escepticismos humanos y de las teologías hechas por el hombre quede relegada. Debe aprenderse a ponerse en contacto con el Yo Superior... y nunca más se sentirá uno atraído por esas reuniones fútiles en que los hombres levantan el polvo de sus argumentos teológicos o hacen ruido con sus debates intelectuales. Si se toma este camino se encontrará por sí mismo la respuesta a la pregunta inquietante, independientemente de lo que puedan decir los libros acerca de ello, no importa cuan sagrado o secular pueda ser.
Algunas personas llaman a esto meditación, nombre tan apropiado como cualquier otro, excepto porque yo me propongo describir una especie de meditación que difiere, en su principio básico, de la mayor parte de los métodos que se me han enseñado y que podría llamarse, con más exactitud, quietud mental.
El único modo de entender el significado de la meditación es el de practicarlo. “Cuatro mil volúmenes de metafísica no enseñarán lo que es el alma”, decía Voltaire.
Como todas las cosas que tienen valor, los resultados de la meditación sólo se logran mediante trabajo y dificultades, pero quienes la practican con el espíritu requerido pueden tener la seguridad de que llegarán a la meta. Se empieza con intentos indecisos y se termina con una experiencia divina. Se juega con la meditación y se trata de contemplar, pero el amanecer de un día asomará cuando nuestras mentes incursionen en la eterna beatitud del Yo Superior.
La meditación es un arte que casi se ha perdido en Occidente. Muy pocos la practicaban y entre esos pocos todavía se preguntan por qué lo hacen La costumbre de dedicar todos los días un momento que se destina al recogimiento y al reposo mental, brilla hoy por su ausencia en la vida de los pueblos occidentales. Esa especie de hipnotismo que ejerce sobre nosotros la vida exterior se apodera de nuestro espíritu como se pega la sanguijuela a la carne humana. Nuestro yo consciente y resistente inventa toda clase de buenas excusas para no adoptar la práctica de la meditación, o para no continuar con ella cuando ya se ha empezado. La personalidad en nosotros la juzga aburrida, vana, y pensamos que exige una tensión nerviosa excesiva. Esta lucha inicial para vencer la repugnancia que tiene la mente a descansar, es muy dura, tal vez, pero es inevitable. Porque es una costumbre de importancia fundamental, cuyo beneficio, cuando se la practica, nunca será demasiado exagerado; pero si se la descuida, nos esperan aflicciones y tormentos.
Más allá de las comunes trivialidades de la vida diaria, existe una vida hermosa y luminosa.
Sin embargo, por mucho que resistimos este divino clamor que nos atosiga durante el día, somos incapaces de resistir durante el sueño el regreso al ser interior. Entonces somos capturados por el alma; entonces gozamos en el reposo de nuestra propia naturaleza, bien que inconscientemente. Éste es un sorprendente pensamiento que contiene algo de una elevada verdad filosófica.
¿Pero cómo puede una multitud esclava de los contratiempos y agitaciones de la vida material darse cuenta de esta verdad maravillosa? Los que son sabios adoptarán el reposo mental como un ejercicio diario. La quietud calma al espíritu y lo penetra de la paz profunda y perdurable que reside en el interior de nosotros.
El general Gordon se aislaba durante una hora todas las mañanas para sus devociones espirituales. ¿Cuánta inspiración para sus actividades profesionales, cuánta fuerza y coraje no extrajo él de práctica tan sabia?
William T. Stead, famoso director de diarios y campeón de los perseguidos, una vez permaneció tres meses en una cárcel porque se atrevió a publicar una verdad. Algunos años después, Stead declaró que esos fueron los meses más provechosos de su vida.
“Por primera vez en mi vida tuve tiempo para sentarme a pensar, para sentarme y encontrarme a mí mismo” declaró.
Thomas A. Edison, cuyo nombre estará por siempre registrado en la lista de los grandes inventores del mundo, mediante una práctica constante logró desarrollar la capacidad de descansar en medio de sus tareas, poniéndose en un estado de recogimiento que le traía la solución de un buen número de arduos problemas. Un día declaró:
“Las horas que he pasado a solas con el señor Edison me han aportado las recompensas más grandes de mi carrera; a ellas debo todo lo que he logrado realizar”.
Nosotros no pensamos en la vida interior. Tratamos de persuadirnos de que no tenemos una media hora para malgastarla sentándonos junto al quieto pozo de la Verdad. Un instante de quietud mental nos parece un momento perdido. De aquí que las masas no sean más sabias para utilizar mejor la multitud de sus días.
El mundo moderno no cree que una cosa tan insulsa como la meditación tenga aplicación práctica en la vida diaria; por ello se la condena a ser una mera abstracción. Y el mundo moderno no está del todo equivocado, ni tiene del todo razón al proceder así. Para no mencionar nada más que un ejemplo, la historia nos demuestra de cómo la religión ha producido un número de visionarios meditativos que invitaban a otros a entrar con ellos en los dominios de sus locas ilusiones y a vagar en el reino de sus pueriles fantasías. Esas personas extraviadas son responsables de la opinión corriente que se imagina a los videntes espirituales como seres perdidos en la contemplación del cielo, explorando con sus ojos mentales vagos mundos desprovistos de todo interés y utilidad para los mortales sanos de juicio. Serían, en suma falsos místicos que viven en fantásticos mundos creados por ellos y que necesitarían se les diera un buen sacudón contra la realidad.
Pero la historia también nos habla de videntes de elevado rango. Son hombres de una pureza moral absoluta y de una excepcional caridad. La característica común de estos hombres es la de haber pasado por una experiencia espiritual que ha sido una iluminación indeleble para sus mentes y que les ha proporcionado una estática felicidad. Estos eran verdaderos místicos. Las declaraciones que después formularon con toda humildad, revelaban que habían penetrado hasta las recónditas profundidades del corazón humano; que habían llegado a los lugares impenetrables donde mora el alma, y que habían descubierto al fin la divina naturaleza del hombre, la cual permanece inmutable e intacta aunque se albergue en un cuerpo frágil. No es mi propósito citar nombres, pero los libros de Evelyn Underhill y Deán Inge nos dan una buena idea de los visionarios que pertenecen a la familia cristiana.
La mente del mundo es demasiado apta para verse hipnotizada por el ambiente material que la rodea. Para muchas personas la vida espiritual se ha convertido en un mito. Es extraño y triste comprobar que, mientras nuestros hombres de ciencia más importantes y los más agudos intelectos están volviendo a una interpretación espiritual del universo y la vida, las masas se han hundido cada vez más en el grosero materialismo que las primeras y torpes tentativas de la ciencia parecían justificar.
Por lo tanto, debemos estar agradecidos en cierto modo a esos videntes que se aventuraron por senderos no explorados para traernos informaciones de la vida más divina que es posible hallar para el hombre. La verdadera visión es una tremenda experiencia, no una serie de teorías. Ningún hombre que haya vivido una experiencia espiritual, aunque sea temporalmente, la olvidará jamás. Y sus días serán de insoportable agonía hasta que encuentre los modos y los medios le repetirla.
Extracto de PAUL BRUNTON - EL SENDERO SECRETO
Una Técnica para el Descubrimiento del Yo Espiritual en el Mundo Moderno
Pag. Anterior: Varios/Otros - El misterioso Yo Superior. III
http://www.trabajadoresdelaluz.com.ar/index.php?ndx=3568
Pag. Siguiente: Varios/Otros - La práctica de la quietud mental. II
http://www.trabajadoresdelaluz.com.ar/index.php?ndx=3571
La soberanía de la naturaleza ha sido otorgada a las fuerzas silenciosas. La luna no produce el menor ruido y sin embargo arrastra millones de toneladas de agua en las mareas, de aquí para allá, a su antojo. No oímos al sol cuando se levanta o a los planetas cuando se ocultan. Así, también, el amanecer del supremo momento en la vida de un hombre llega silenciosamente, sin que nadie lo anuncie al mundo. Sólo en esa quietud nace el conocimiento del Yo Superior. El deslizamiento del bote de la mente por el lago del espíritu es la cosa más suave que conozco; es más silencioso que la caída del rocío nocturno.
Sólo en el profundo silencio podemos oír la voz del alma. Las argumentaciones la ocultan y las demasiadas palabras retardan su aparición. En el silencio se puede atrapar un pez y disfrutarlo; pero si se tira el anzuelo y se conversa, la conversación quiebra el hechizo y ahuyenta al pez. Si pudiéramos ocuparnos menos de las actividades de la laringe y un poco más de las actividades profundas de la mente, llegaríamos a tener algo digno que decir. El discurso es un auxiliar, no una obligación. Ser es el primer deber del hombre.
La vida nos enseña silenciosamente, mientras que los hombres imparten sus instrucciones en alta voz.
El arca del tesoro del yo verdadero está dentro de nosotros, pero sólo puede abrirse cuando la mente está quieta.
Las palabras pueden decirnos lo que es la Realidad, pero no la explican ni pueden hacerlo. La verdad es un estado del ser y no un conjunto de palabras. El argumento más inteligente no puede substituir a la realización personal. Debemos experimentar si queremos experiencia. La palabra “Dios” carece de sentido para mí hasta que no logre ponerme en contacto con lo absoluto dentro de mí mismo; sólo entonces podré incluirla en mi vocabulario.
Un poco de práctica lleva muy lejos. Una veintena de conferencias no convencerá a los sentidos escépticos, y cien libros no revelarán a la visión interna lo que pueden descubrir aquellos que fielmente y con decisión apliquen el método indicado en estas páginas.
Las llamadas pruebas científicas y filosóficas de la Realidad Espiritual no prueban nada. El filósofo alemán Kant demostró hace tiempo que la razón no puede apresar esta Realidad. Por lo tanto, todas nuestras “pruebas” son una mera acumulación de palabras. Es igualmente fácil negar esta Realidad basándose en otro grupo de evidencias, u oponiendo por la fuerza un grupo de argumentos para “probarlas”.
Una especie de estremecimiento sacudió al mundo científico cuando Einstein anunció su descubrimiento de la curvatura de un rayo de luz que pasaba cerca del sol. Esta observación sirvió para establecer su teoría de la Relatividad, pero en aquel momento todos pensábamos que habría de conducirnos mucho más lejos. Pensamos que, investigando un poco más en la misma dirección y analizando un poco más los resultados, la existencia de Dios iba a formar parte de las ideas demostrables científicamente. Pero, ¡ay!, aquella ansiosa anticipación, que llenó tantas mentes y conmovió a tantos corazones piadosos, ha retrocedido algo con los años. La ciencia aún no puede emitir un veredicto seguro sobre el particular.
Los grandes problemas de la existencia individual, las preocupaciones supremas que asedian la vida de toda persona seria, no pueden resolverse en la región limitada que está al alcance de nuestro cerebro. Pero si las respuestas que dan la paz nos esperan en el interior sin límites de nuestro ser, en la substancia divina de nuestra naturaleza oculta. Porque el cerebro sólo responde con palabras estériles, mientras que la respuesta del espíritu habrá de ser la experiencia maravillosa de la iluminación interior. El que quiera practicar regular y seriamente el método de concentración mística que se expone en este libro, recibirá, a través de su experiencia propia y directa, la confirmación creciente de la divinidad verdadera del hombre. Las biblias y los otros documentos comenzarán a perder su autoridad, en tanto que él empezará a encontrar la suya.
Dios es su propio y mejor intérprete. Hallad a Dios en vuestro corazón y comprenderéis entonces, por intuición directa lo que todos los grandes maestros, los verdaderos místicos, todos los auténticos filósofos y los hombre inspirados han tratado de explicarnos por el tortuoso medio de usar las palabras.
Nunca podrán demostrar a mi intelecto que Dios, lo Absoluto, el Espíritu —o como quieran llamarle— existe realmente; pero pueden demostrármelo cambiando mi conciencia hasta que pueda participar en la conciencia del Dios que hay en mí.
Sólo existe un medio para efectuar este cambio y al mismo tiempo descubrir lo que somos realmente. Este medio es pasar de lo exterior hacia lo interior; del estar ocupado con una multitud de actividades externas, empezar a ocuparse de una sola actividad interna de la mente. San Agustín monologaba de este modo:
“Yo, Señor, he ido de una parte a otra, como oveja extraviada, buscando en el exterior, auxiliado por razonamiento; ansiosos, cuando estabas dentro de mí... Recorrí las calle; y las .plazas de la Ciudad del Mundo, buscándote siempre… y no te encontré, porque vanamente buscaba fuera lo que estaba en el fondo de mí”.
Debemos dejar caer la sonda de la mente en las profundidades del yo. Cuanto más profundamente descienda aquella, tanto más rico será el tesoro que podremos extraer del calmo mar sargazazo. La conciencia debe estar en el centro más íntimo de nosotros mismos. Cada hombre posee una puerta secreta que se abre sobre la luz eterna. Si no quiere hacer fuerza para abrirla, se condena a la oscuridad.
Si quiere una prueba de su propia divinidad, escuche a Su Yo Superior. Tome entonces un poco del tiempo destinado a las distracciones tumultuosas del mundo y enciérrese un breve momento en la soledad. Escúchese entonces, con paciencia y atención, lo que habrá de decir la propia mente, según lo explicaré dentro de poco. Repítase esta práctica todos los días, y en uno de ellos, inesperadamente, se tendrá la prueba que tan ansiosamente se ha venido buscando. Y con ella vendrá una libertad gloriosa, tan pronto como la carga de los escepticismos humanos y de las teologías hechas por el hombre quede relegada. Debe aprenderse a ponerse en contacto con el Yo Superior... y nunca más se sentirá uno atraído por esas reuniones fútiles en que los hombres levantan el polvo de sus argumentos teológicos o hacen ruido con sus debates intelectuales. Si se toma este camino se encontrará por sí mismo la respuesta a la pregunta inquietante, independientemente de lo que puedan decir los libros acerca de ello, no importa cuan sagrado o secular pueda ser.
Algunas personas llaman a esto meditación, nombre tan apropiado como cualquier otro, excepto porque yo me propongo describir una especie de meditación que difiere, en su principio básico, de la mayor parte de los métodos que se me han enseñado y que podría llamarse, con más exactitud, quietud mental.
El único modo de entender el significado de la meditación es el de practicarlo. “Cuatro mil volúmenes de metafísica no enseñarán lo que es el alma”, decía Voltaire.
Como todas las cosas que tienen valor, los resultados de la meditación sólo se logran mediante trabajo y dificultades, pero quienes la practican con el espíritu requerido pueden tener la seguridad de que llegarán a la meta. Se empieza con intentos indecisos y se termina con una experiencia divina. Se juega con la meditación y se trata de contemplar, pero el amanecer de un día asomará cuando nuestras mentes incursionen en la eterna beatitud del Yo Superior.
La meditación es un arte que casi se ha perdido en Occidente. Muy pocos la practicaban y entre esos pocos todavía se preguntan por qué lo hacen La costumbre de dedicar todos los días un momento que se destina al recogimiento y al reposo mental, brilla hoy por su ausencia en la vida de los pueblos occidentales. Esa especie de hipnotismo que ejerce sobre nosotros la vida exterior se apodera de nuestro espíritu como se pega la sanguijuela a la carne humana. Nuestro yo consciente y resistente inventa toda clase de buenas excusas para no adoptar la práctica de la meditación, o para no continuar con ella cuando ya se ha empezado. La personalidad en nosotros la juzga aburrida, vana, y pensamos que exige una tensión nerviosa excesiva. Esta lucha inicial para vencer la repugnancia que tiene la mente a descansar, es muy dura, tal vez, pero es inevitable. Porque es una costumbre de importancia fundamental, cuyo beneficio, cuando se la practica, nunca será demasiado exagerado; pero si se la descuida, nos esperan aflicciones y tormentos.
Más allá de las comunes trivialidades de la vida diaria, existe una vida hermosa y luminosa.
Sin embargo, por mucho que resistimos este divino clamor que nos atosiga durante el día, somos incapaces de resistir durante el sueño el regreso al ser interior. Entonces somos capturados por el alma; entonces gozamos en el reposo de nuestra propia naturaleza, bien que inconscientemente. Éste es un sorprendente pensamiento que contiene algo de una elevada verdad filosófica.
¿Pero cómo puede una multitud esclava de los contratiempos y agitaciones de la vida material darse cuenta de esta verdad maravillosa? Los que son sabios adoptarán el reposo mental como un ejercicio diario. La quietud calma al espíritu y lo penetra de la paz profunda y perdurable que reside en el interior de nosotros.
El general Gordon se aislaba durante una hora todas las mañanas para sus devociones espirituales. ¿Cuánta inspiración para sus actividades profesionales, cuánta fuerza y coraje no extrajo él de práctica tan sabia?
William T. Stead, famoso director de diarios y campeón de los perseguidos, una vez permaneció tres meses en una cárcel porque se atrevió a publicar una verdad. Algunos años después, Stead declaró que esos fueron los meses más provechosos de su vida.
“Por primera vez en mi vida tuve tiempo para sentarme a pensar, para sentarme y encontrarme a mí mismo” declaró.
Thomas A. Edison, cuyo nombre estará por siempre registrado en la lista de los grandes inventores del mundo, mediante una práctica constante logró desarrollar la capacidad de descansar en medio de sus tareas, poniéndose en un estado de recogimiento que le traía la solución de un buen número de arduos problemas. Un día declaró:
“Las horas que he pasado a solas con el señor Edison me han aportado las recompensas más grandes de mi carrera; a ellas debo todo lo que he logrado realizar”.
Nosotros no pensamos en la vida interior. Tratamos de persuadirnos de que no tenemos una media hora para malgastarla sentándonos junto al quieto pozo de la Verdad. Un instante de quietud mental nos parece un momento perdido. De aquí que las masas no sean más sabias para utilizar mejor la multitud de sus días.
El mundo moderno no cree que una cosa tan insulsa como la meditación tenga aplicación práctica en la vida diaria; por ello se la condena a ser una mera abstracción. Y el mundo moderno no está del todo equivocado, ni tiene del todo razón al proceder así. Para no mencionar nada más que un ejemplo, la historia nos demuestra de cómo la religión ha producido un número de visionarios meditativos que invitaban a otros a entrar con ellos en los dominios de sus locas ilusiones y a vagar en el reino de sus pueriles fantasías. Esas personas extraviadas son responsables de la opinión corriente que se imagina a los videntes espirituales como seres perdidos en la contemplación del cielo, explorando con sus ojos mentales vagos mundos desprovistos de todo interés y utilidad para los mortales sanos de juicio. Serían, en suma falsos místicos que viven en fantásticos mundos creados por ellos y que necesitarían se les diera un buen sacudón contra la realidad.
Pero la historia también nos habla de videntes de elevado rango. Son hombres de una pureza moral absoluta y de una excepcional caridad. La característica común de estos hombres es la de haber pasado por una experiencia espiritual que ha sido una iluminación indeleble para sus mentes y que les ha proporcionado una estática felicidad. Estos eran verdaderos místicos. Las declaraciones que después formularon con toda humildad, revelaban que habían penetrado hasta las recónditas profundidades del corazón humano; que habían llegado a los lugares impenetrables donde mora el alma, y que habían descubierto al fin la divina naturaleza del hombre, la cual permanece inmutable e intacta aunque se albergue en un cuerpo frágil. No es mi propósito citar nombres, pero los libros de Evelyn Underhill y Deán Inge nos dan una buena idea de los visionarios que pertenecen a la familia cristiana.
La mente del mundo es demasiado apta para verse hipnotizada por el ambiente material que la rodea. Para muchas personas la vida espiritual se ha convertido en un mito. Es extraño y triste comprobar que, mientras nuestros hombres de ciencia más importantes y los más agudos intelectos están volviendo a una interpretación espiritual del universo y la vida, las masas se han hundido cada vez más en el grosero materialismo que las primeras y torpes tentativas de la ciencia parecían justificar.
Por lo tanto, debemos estar agradecidos en cierto modo a esos videntes que se aventuraron por senderos no explorados para traernos informaciones de la vida más divina que es posible hallar para el hombre. La verdadera visión es una tremenda experiencia, no una serie de teorías. Ningún hombre que haya vivido una experiencia espiritual, aunque sea temporalmente, la olvidará jamás. Y sus días serán de insoportable agonía hasta que encuentre los modos y los medios le repetirla.
Extracto de PAUL BRUNTON - EL SENDERO SECRETO
Una Técnica para el Descubrimiento del Yo Espiritual en el Mundo Moderno
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