martes, 25 de noviembre de 2014

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El hombre. ¡El mayor enigma de la ciencia! - I


A Dios no investigues; conócete a ti mismo;
El hombre... es de la humanidad el abismo.
Situado en un istmo intermedio,
Es un ser rudo y grande, medianamente sabio,
Con mucho saber para un escéptico,
Demasiado débil para ser un estoico.
Actuar o descansar, esa es su duda:
Ser como un dios, o como la bestia muda;
No sabe si preferir el cuerpo o la mente;
Nació para morir, piensa erradamente.
Solo juez de la verdad, su error es profundo;
Es... ¡la gloria, el escarnio y el enigma del mundo!

POPE: Ensayo sobre el Hombre


El filósofo se sienta en la galería del Teatro de la Vida, contemplando la obra que se representa en el distante escenario. Quizás sea esta posición exterior la que le permite dar juicios adecuados sobre todo. Aquellos que se sientan en las plateas del perecedero Show de Este mundo, tienen una más cercana visión que aquellos que están ubicados en las galerías; pero no por ello tienen una mejor visión del espectáculo.

El misterioso significado de la vida no tiene ningún sentido para nosotros. No permitimos que un problema tal penetre en nuestra conciencia. Queremos relegar tal investigación a los viejos y tontos filósofos, o a los viejos y crédulos oficiantes religiosos. La búsqueda de la verdad se ha convertido en algo aburrido. Aquello que nos daría un placer real es una ocupación de la que no debe hablarse y un imperdonable tema en una sociedad convencional.

Dios escribe su mensaje en el rostro de este redondo planeta. El hombre, enceguecido, es incapaz de leerlo. Unos cuantos que poseen vista lo interpretan para los otros. Pero la gran masa humana se burla de sus esfuerzos y sólo unos pocos intuitivos entre los cultos y los inteligentes, y los de simpleza infantil, entre los obreros y campesinos, reciben el mensaje y devuelven amor a los mensajeros. Es por eso que la última historia del hombre esté enrojecida con lágrimas y tragedia. Pero la historia completa de la humanidad no es una tragedia ni una comedia; no cae el telón ni hay final.

Sí, la humanidad parece castigada con la ceguera y la sordera espirituales. Incapaces de leer las místicas escrituras en las murallas de este mundo, no queriendo oír a los pocos visionarios que son capaces de hacerlo, recorremos los días tanteando y tropezando. ¿Advertencias y consejos sabios?... los rechazamos como los férvidos vapores de los arroyos, de la misma manera que los fanáticos rechazaron las agudas verdades de Cristo. Como resultado, el hombre vaga desesperadamente en el enloquecedor caos de hoy en día. Nos levantamos de la cuna donde hemos nacido y nos aferramos a la vida con manos apasionadas, para hundirnos bien pronto en la indiferencia de la tumba.

Nuestros mezquinos seres están todos absorbidos por la Importancia de nuestras luchas y aspiraciones, por nuestros triunfos y derrotas. Las brillantes posesiones que hemos ganado nos mantienen cautivos, y nos helamos o afiebramos por causa de ellas. No podemos evitarlo, porque somos humanos. Pero la Esfinge, que se levanta sobre las arenas egipcias, contempla a la raza de los hombres mortales y sonríe... sonríe. .. sonríe...

Sin embargo, el hombre es un ser racional e instintivamente reclama por una racional explicación de las cosas. Vive en una época predominantemente científica e intelectual. Toda su experiencia es interceptada por la luz de una razón puramente materialista. Pero la vida parece trazar una dura línea sobre el mapa de su propia naturaleza, dejando una vasta y desconocida zona donde parece que la razón no puede penetrar. Leyendo uno de los primeros ensayos de Bertrand Russell, su elocuente y pesimista confesión de fe, la considero como típica de la actitud estéril a la cual se ven forzados los hombres de ciencia, que rechazan toda esperanza de explorar alguna vez esa desconocida zona.

Russell escribió: “Que el hombre es el producto de causas que no preveían el fin que lograron; que su origen, su crecimiento, sus esperanzas y sus miedos, sus amores y sus creencias, son el producto de colocaciones accidentales de los átomos; que ni el fuego, ni el heroísmo, ni la intensidad del pensamiento o del sentimiento, pueden preservar al hombre más allá de la tumba; que todos los trabajos de todas las edades, toda la devoción, toda la inspiración, toda la claridad meridiana del genio humano, están destinados a extinguirse en la vasta profundidad del sistema solar... todas estas cosas, si no están ya más allá de toda discusión, están, sin embargo, tan cerca de la verdad, que ninguna filosofía que las rechace puede pretender una vida larga”.

Tales son los pensamientos pesimistas que encuentran hoy en día expresión entre los intelectuales de nuestra raza. Podemos ver los logros de los hombres de ciencia en todo el mundo que nos rodea; debemos admirar siempre el desarrollo de su intelecto; y, sin embargo, sólo pueden enseñarnos el ABC de la vida; todavía no conocen el XYZ. La mayoría de ellos tiene la franqueza de reconocer esto, de confesar su ignorancia de las causas primarias.

Aquellos que quieren hacernos regresar al sentido común en estas cosas desean hacernos caer en un lastimoso pantano. Olvidan que el sentido común, dentro de lo que es la opinión general ignorante, es a veces sinónimo de la ignorancia común.

¿Dónde podemos ir para aprender las primeras letras del alfabeto de la Vida? Debemos ir donde la humanidad ha ido siempre, al único lugar donde puede ir. Debemos acudir a los Videntes y a los Sabios. Mientras los hombres de ciencia han escudriñado el universo material en busca de nuevos hechos, los Videntes han buscado dentro de sí mismos, explorando sus propias mentes en procura de viejas verdades; porque ellos llegaron a la conclusión de que pueden recobrar la antigua sabiduría del hombre. Lo que el primer Vidente descubrió y registró hace miles de años, el último Vidente lo descubre y acepta hoy. Pero lo que el primer científico del siglo diecinueve lo descubrió y registró, el científico de hoy lo rechaza movido a risa. Los últimos resultados de la ciencia ya han colocado las frías especulaciones de los hombres de ciencia de mitad de la era victoriana en una tumba profunda.

Sin embargo, el hombre de ciencia es hoy tan venerado por nuestra raza que, a menos que dé su aprobación por separado a cada revelación del Vidente —proceso que se ha desarrollado bajo nuestros ojos en la última mitad de siglo—, la perla es arrojada al polvo, como falsa. Científicos que viven, a los cuales difícilmente se puede dar el nombre de soñadores, prestan ahora sus nombres a las ideas de los Videntes.

La doctrina principal del obispo Berkeley tenía un punto de vista similar al de los Absolutistas hindúes. Afirmó Berkeley que todo lo que conocemos del mundo es nuestra reacción ante él, la impresión que nos produce. Consideró a la mente como vara de medir la realidad en nuestro universo y, por lo tanto, consideró a la mente como la realidad primera y fundamental. Sir James Jeans. por medio de brillantes esfuerzos, ha demostrado cómo la ciencia física parte de la idea de que el mundo material es la realidad básica, se ha visto forzado sin embargo a considerar favorablemente la hipótesis de Berkeley. Las conclusiones de Einstein y de Whitehead, de un modo similar, han venido a confirmar la aserción del Obispo.

Jeans escribe en El Universo Misterioso: “Todos aquellos cuerpos que componen el poderoso marco del mundo no tienen ninguna substancia fuera de la mente”.

Esta conclusión berkeleyana es reforzada por Sir Arthur Eddington, el eminente físico, que también representa al universo como una idea en la mente de... ¡Dios! Hasta llega a negar la existencia de la realidad separada de la conciencia. Los trabajos de Sir Oliver Lodge en física, lo mismo que sus investigaciones espiritualistas, señalan también a la mente del hombre como la única realidad en un mundo de desvanecedora materia. Nuestros materialistas desdeñosos rechazan esta idea con un chasquido de dedos. Aquellos hombres de ciencia que aceptan la idea se convierten, en lenguaje usual, en charlatanes. Es de notar, sin embargo, que estos últimos ocupan las primeras filas de su profesión y han reconocido esta verdad sólo después de profundas y prolongadas investigaciones. Podemos hacer una pequeña profecía y declarar que todo el ejército de hombres de ciencia ha tomado, inconscientemente, por este camino.

Pero debemos liberarnos de la propia decepción al suponer de la personalidad posee una idea clara de la conciencia. Debemos primeramente crear dentro de nosotros mismos una verdadera humildad antes de que podamos conocer la verdad libertadora. Debemos entrar con Descartes, el inteligente francés, en el estado mental en el que comenzó una de sus obras:

“He creído que eran verdaderas muchas cosas que ahora reconozco como falsas; no tengo motivos para suponer que nada sea más cierto que esto Probablemente todo lo que he concebido y creído es falso. ¿Qué es, entonces, la verdad? ¿Qué es lo cierto?”

De este modo la vieja concepción mecánica de la vida, que fue establecida por los fundadores de la ciencia moderna a partir del siglo diecisiete, ha empezado a morir en los laboratorios y en las aulas. Los mismos físicos —que una vez apoyaron el evangelio de la materia— se sienten ahora incómodamente inseguros de los fenómenos físicos. La ampliación de las investigaciones les ha demostrado que, lo que una vez llamaron materia inanimada, puede desarrollar ciertas propiedades que los libros de texto habían dejado hasta ahora de lado por considerarlas exclusivas del mundo orgánico. Esta es la tragedia del tiempo... él pone a prueba todas las cosas e ideas, y prueba una y otra vez la falsedad de las corrientes concepciones del momento.


Extracto de PAUL BRUNTON - EL SENDERO SECRETO
Una Técnica para el Descubrimiento del Yo Espiritual en el Mundo Moderno

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El hombre. ¡El mayor enigma de la ciencia! - II


Cuando el barco de la ciencia tomó los vientos del siglo diecisiete con la brújula cuidadosamente preparada de Bacon, la tripulación se habría sorprendido si se le hubiera dicho en qué extrañas aguas estaría navegando a mitad del siglo veinte. Porque el barco se aproxima al puerto de aquellos primeros filósofos que declararon que el tiempo apenas tiene existencia propia, fuera de la mente humana; y la materia es la que tiene unidos a las miradas de partículas infinitesimales que flotan en el éter.

La ciencia del siglo diecinueve sustentó la teoría de que la vida es producto de la materia. El siglo veinte está efectuando una rápida volteface y contempla cómo la materia se disuelve en electrones, en una mera colección de partículas electrificadas, que eluden la vista y el tacto. El paso desde esta etapa a la inmaterialidad del mundo de más allá no está tan distante... intelectualmente.

La filosofía, que fuera una vez la despreciada Cenicienta, está recobrando un primer puesto. Brillantes científicos como Jeans y Eddington han demostrado la incapacidad de la ciencia física para llegar a la naturaleza de las cosas sin su ayuda.

Si analizamos el curso del pensamiento científico y filosófico desde el año 1859, cuando Darwin publicó su magistral Origen da las Especies, podemos seguir una línea que se hunde profundamente en el materialismo del siglo diecinueve, para subir luego hacia una más espiritual interpretación del universo durante el presente siglo.

Los materialistas que hablaban un lenguaje medio Victoriano con los acentos darwinianos, se vuelven ininteligibles para las generaciones más brillantes de hoy en día, que han seguido a la ciencia hasta los extraños descubrimientos de Jeans, Einstein y Lodge.

Cuando Einstein demostró la curiosa curva que siguen los rayos del sol antes de llegar a nuestro planeta, las luces científicas que nos guiaban se obscurecieron de pronto, y los hombres tuvieron miedo de precipitarse a conclusiones obvias. Así, igualmente, la psicología de hace cincuenta años nos parece un poco penosa. Los estudios de psicología anormal, por ejemplo, han dado por tierra con las explicaciones aparentemente correctas de aquellos tiempos.

El nuevo orden de investigadores científicos, que se preocupan ahora de problemas de tiempo y de causalidad, especialmente los físicos matemáticos, han abierto ante nosotros perspectivas enteramente nuevas.

Einstein nos ha enseñado también a considerar el tiempo como otra dimensión, aunque apenas hemos comprendido toda la importancia de esta idea revolucionaria. Y, si sus últimos trabajos lo llevan a alguna parte, lo llevan a considerar la mente como la última realidad.

Vivimos en una época de ciencia aplicada: el conocimiento viene primero; la creencia es secundaria. Enfrentamos todos los hechos o acontecimientos del mundo con un inquisitivo: “¿Por qué?” Existe una causa para cada efecto visible. Los viejos tiempos en que un suceso desconcertante se explicaba refiriéndose a la Voluntad de Dios, o a la intervención de un ángel, han desaparecido, y han desaparecido para siempre. La verdad espiritual, por lo tanto, debe apoyarse en una base científica; no debe temer jamás ninguna pregunta, y no se debe rechazar al investigador honesto llamándolo irreligioso o ateo porque busca la prueba antes de creer.

En las últimas décadas del siglo dieciocho y en las primeras del diecinueve, apareció en el cielo europeo una constelación de luminarias científicas y literarias que señalaron e inauguraron la Edad de la Razón. Dios fue destronado y la Razón se convirtió en la entronizada soberana de la filosofía. Ahora la ciencia recibe nuestra adoración máxima. El hombre de ciencia es el Papa actual y se sienta en el Vaticano de la autoridad mundial. Recibimos sus sabias revelaciones con un espíritu de temor religioso. Confiamos en sus afirmaciones pontificales de la misma manera que una vez casi toda Europa confió en los credos y los dogmas de la Iglesia.

No está en el espíritu de estos pensamientos atacar a la ciencia, despreciar la amplia estructura de esos hechos pacientemente adquiridos. Poseo un profundo respeto por la capacidad intelectual y el carácter paciente de los hombres de ciencia. Creo que su trabajo tiene un lugar justo y útil en la Vida. Pero no creo que dicho lugar sea el más alto.

No debe desdeñarse la utilidad práctica del método científico. Sólo un tonto podría burlarse de las maravillas que la ciencia ha dado al hombre, aunque haríamos bien en detenernos a recordar la frase de Disraeli: “Los europeos hablan de progreso porque, con la ayuda de unos cuantos descubrimientos científicos, han establecido una sociedad que toma a la comodidad por civilización”.

El hecho de que el hombre de ciencia haya confiado su atención al mundo objetivo, no reduce el valor de sus descubrimientos. Lo único que debe hacer es volver hacia dentro su atención, usar para el mundo subjetivo los mismos métodos de experimentación y deducción, volver la luz de su linterna de investigación hacia el centro de su propia mente, y entonces penetrará en la esfera de lo espiritual.

La ciencia ha dado pasos de gigante, pero todos sus pasos van en una sola dirección... hacia afuera, siempre hacia afuera. Y así debía ser. Pero ahora ha llegado el momento de profundizar sus descubrimientos, de dar alma a las formas que ella ha creado.

¿Es el alma un concepto meramente académico, un juego intelectual que los profesores deben aceptar o negar? ¿Es sólo algo sobre lo cual los teólogos apoyan victoriosamente sus tesis, y a lo que los racionalistas lanzan sus bombas verbales? Por el momento, los hombres de ciencia no han encontrado huellas químicas del alma; no han podido registrarlas con ninguno de sus instrumentos, como pueden registrar, por ejemplo, la gasolina. Pero si las reacciones químicas y mecánicas no pueden obtenerse, no debe dejarse de lado las investigaciones. Existe otro camino. Tal vez no sea un camino convencional, pero conduce al mismo objetivo: el descubrimiento del alma. Si el hombre de ciencia ama la verdad más que los convencionalismos, si aprecia el conocimiento de la vida humana más que aprecia el conocimiento de un trozo de roca, investigará de ese modo. El método que me propongo exponer es antiquísimo y retrocede tanto en la historia del hombre que su origen se pierde en la confusa niebla de los tiempos. Pero no dejemos que este hecho se vuelva contra nosotros. Porque los antiguos eran gigantes en el entendimiento de las verdades espirituales, aunque fueran niños en el estudio de la ciencia física: los modernos son maestros en el desarrollo de la ciencia física, pero novicios en la comprensión de los misterios espirituales.

El gran filósofo alemán, Kant, decía que había dos maravillas notables en la creación de Dios. Esas dos cosas eran los estrellados cielos en lo alto, y la mente del hombre abajo. Grandes como son las hazañas de la ciencia en el mundo exterior, descubrimientos más grandes podemos esperar En este siglo en el dominio de la psicología. El hombre retrocederá sorprendido cuando entienda los misterios que tienen lugar dentro del recipiente de hueso invertido que llamamos cráneo. La psicología, la ciencia de la mente y el estudio de la conciencia, ofrece las más valiosas recompensas a la verdadera investigación científica. Ningún otro tema es tan poco entendido y ninguno significa tanto, porque contiene la llave de la profunda felicidad del hombre.

El tiempo, necesariamente, sacará la idea del alma fuera del limbo de las descartadas nociones teológicas para colocarla en el grupo de las proposiciones científicamente probadas. Pero la ciencia de ese día estará quizás dispuesta a utilizar la mente como un instrumento de experiencia, del mismo modo que hoy en día se utiliza el microscopio. Lo que se considera hoy como las tontas ilusiones de los místicos será verdad verificada por la ciencia de la parapsicología, para ser públicamente proclamada y sin reservas.

Que el siglo veinte develará de alguna manera este misterio, es algo sobre lo cual no pueden dudar los que hayan seguido los pasos de la ciencia. Ya en la primera década, el penetrante cerebro del sabio francés Bergson, lanzó este profético mensaje:

“Explorar las profundidades más secretas del inconsciente, trabajar en el subsuelo de la conciencia: ésa será la tarea principal de la psicología en el siglo que comienza. No dudo que nos esperan maravillosos descubrimientos en ese terreno.”

Un destacado científico como Eddington nos dice que el universo físico es una abstracción si no está unido a la conciencia. La mente no puede considerarse ya como un mero producto desarrollado por la materia. El paso inmediato y obvio .es investigar el fenómeno de la conciencia, investigación que fue ridiculizada hace medio siglo por Huxiey, porque consideraba tales fenómenos como meras sombras dependientes del fenómeno verdadero.

Esta exploración interna es digna de destacarse por el momento. Porque hay algo en la mente de los hombres o de los animales, algo que no es ni intelecto ni sentimiento, sino más Profundo que estas concepciones, algo a lo que puede darse el nombre apropiado de intuición. Cuando la ciencia pueda explicar realmente por qué un caballo lleva a un jinete o a un cochero borracho varios kilómetros en la oscuridad hasta encontrar el camino de regreso a casa; por qué los topos cierran sus cuevas antes de la llegada del frío; por qué las ovejas buscan la protección de la ladera de una montaña antes de la llegada de la tormenta; cuando puedan decirnos qué advierte a la tortuga la proximidad de la tormenta para que se refugie en un agujero; y cuando se pueda explicar realmente qué instinto guía al ave carnicera que se encuentra a muchos kilómetros de distancia de un animal próximo a morir, entonces, sólo entonces podremos entender por qué la intuición es mejor guía que el intelecto. La ciencia ha arrancado del seno de la naturaleza muchos secretos sorprendentes, pero no ha descubierto aún la fuente de la intuición. El intelecto, que es capaz de proponer una cantidad de enigmas concernientes al hombre, al destino y a la muerte, es incapaz de resolverlos. Cuando la ciencia haya conquistado el mundo y haya muerto el último resplandor del último misterio, todavía estaremos frente al mayor de los problemas:

“Hombre, ¿te entiendes a ti mismo?”

Me hubiera gustado vivir en Atenas, por el tiempo cuando se podía vagar por los mercados y oír a un hombre de nariz respingada y de gran tenacidad, un tal Sócrates, interrogar a los hombres de la ciudad y repetirles una y otra vez su pregunta favorita. Un hombre como Sócrates no muere y su carácter sublime sobrevive a la tumba.

Cuando todas las últimas literaturas hayan sido examinadas y los más antiguos papiros hayan sido exhumados, no encontraremos un precepto más sabio que el mandato del Oráculo de Delfos: “¡Conócete a ti mismo!”, y el consejo del rishi hindú: “Busca en tu interior”. Estas palabras, aunque sean más antiguas que las momias del Museo Británico, podrían haber salido de la máquina de escribir de un pensador moderno. Los siglos no pueden matar una verdad, y el primer hombre que la expresó encontrará su eco corriendo a través de las centurias.

Extracto de PAUL BRUNTON - EL SENDERO SECRETO
Una Técnica para el Descubrimiento del Yo Espiritual en el Mundo Moderno


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El hombre. ¡El mayor enigma de la ciencia! - III


Vivimos en un globo que gira en el espacio, posicionado de alguna manera en el gran firmamento entre la estrella de Venus y la estrella de Marte. Hay algo en esto que induce al hombre a pensar y que también lo promueve a risa. Ha medido, con innegable precisión, la distancia entre su planeta y estos dos astros, aunque las distancia son tan tremendas que sobrepasan a la imaginación; y, sin embargo, es incapaz de medir el alcance de su propia mente. El hombre es un misterio para sí mismo, un misterio que continúa sin descubrirse cuando las amargas aguas de la muerte besan sus pies.

¿No es irónico que el alma del hombre esté menos abierta a la investigación que la tierra en la cual habita? ¿No es demasiado extraño que se haya ocupado tanto del mundo exterior y que sólo haya pensado en el mundo interior hace en verdad muy poco tiempo?

¿Por qué ha de preocuparse tanto acerca de la marcha del universo? No es de su incumbencia el manejarlo. En cambio, debe gobernarse a sí mismo.

El sistema solar se mueve sin tu discurso. ¡Vive, -muere!... El universo impasible seguirá su curso.

Así lo dijo el inteligente pensador, Zankwili. Ningún hombre, sin embargo, es capaz de apreciar esta tajante verdad.

Sabe más el hombre sobre el manejo de su automóvil que sobre los movimientos internos de su ser. Sin embargo, los antiguos enseñaron —y algunos de nosotros hemos confirmado sus enseñanzas— que en un estrato de la conciencia esta la veta más rica... una veta de oro puro. ¿No debiera hacer él de esto su objetivo principal?

Comparado con sus otros resultados, la ciencia moderna ha descubierto muy poco sobre la naturaleza del hombre, incluso aunque haya descubierto cómo endurecer los metales, cómo lanzar un proyectil de media tonelada en una ciudad vecina y mil otras cosas más. En los últimos tres siglos, el conocimiento que tiene el hombre del mundo físico ha aumentado con sorprendente aceleración; pero el conocimiento de sí mismo ha quedado rezagado.

Podemos construir puentes gigantescos para cruzar ríos de monstruosa anchura, pero no podemos resolver el simple problema: “¿Quién soy?”

Las máquinas de nuestros ferrocarriles atravesarán los continentes con facilidad; pero nuestras mentes no logran atravesar el misterio del yo. El astrónomo tiene a la vista, en su observatorio, la estrella más lejana, pero bajará la cabeza avergonzado si le preguntamos si ha logrado dominar sus pasiones. Estamos llenos de curiosidad en relación a nuestro planeta, pero sentimos indiferencia cuando nos hablan de nuestro propio ser interior.

Hemos logrado informaciones detalladas de casi todas las cosas debajo del sol; conocemos la actuación, las cualidades y las propiedades de casi todos los objetos y fenómenos de esta tierra.

Pero no nos conocemos a nosotros mismos. Las personas que han estudiado todas las ciencias no han estudiado todavía la ciencia del “yo”; los mismos hombres que han descubierto el porqué y el dónde de las vidas de muchos insectos, no conocen el porqué ni el dónde de sus propias vidas. Conocemos el valor de todo, pero no conocemos nuestro propio y maravilloso valor.

Hemos llenado las enciclopedias de cientos de páginas referentes a centenares de cosas, pero ¿quién puede escribir una enciclopedia sobre el misterio de sí mismo?

¿Y por qué razón lo que interesa más a cada hombre es.... él mismo?

Porque el “yo” es la única realidad de la cual estamos seguros. Todos los hechos en el mundo que nos rodea, y todos los pensamientos en el mundo interno, existen para nosotros sólo cuando nuestro yo lo percibe. El yo veo la tierra, y la tierra existe. El yo consciente de una idea, y la idea existe. Berkeley, mediante un agudo proceso mental, llegó a la misma conclusión. Demostró que el mundo material no existiría si no hubiera una mente para percibirlo.

Entonces, ¿qué es el yo?

No existe secreto en el misterioso libro de la naturaleza que, con tiempo y paciencia, no pueda ser leído. No existe ningún candado que no tenga su llave correspondiente, y podemos juzgar la habilidad de la naturaleza por la habilidad del hombre.

El estudio del yo probará un día ser la llave maestra de todas las puertas filosóficas, de todos los dilemas científicos, de todos los problemas que la vida ha cerrado. El yo es la cosa ultérrima... y es lo primero que conocemos siendo niños en pañales; será también lo último que llegaremos a conocer cuando seamos sabios.

La mayor certidumbre del conocimiento llega únicamente dentro de la esfera del yo. Podemos conocer el mundo y sus objetos únicamente por medio de instrumentos y de nuestros sentidos; pero quien interpreta esos instrumentos y usa esos sentidos es el yo. Por lo tanto, finalmente, debemos reconocer que el estudio del yo es el estudio más importante al que un pensador pueda entregar su mente.

Un sofista se acercó a uno de los sabios de la antigua Grecia y pensó que podía confundirlo con las más intrigantes preguntas. Pero el sabio de Mileto estuvo a la altura de la prueba, porque las respondió a todas, sin la menor vacilación y no obstante con la máxima exactitud.

1. ¿Cuál es la más antigua de todas las cosas?
r. Dios, porque siempre ha existido.

2. ¿Cuál es la más hermosa de todas las cosas?
r. El universo, porque es la obra de Dios.

3. ¿Cuál es la más grande de todas las cosas?
r. El espacio, porque contiene todo lo que ha sido creado.

4. ¿Cuál es la más constante?
r. La esperanza, porque se queda con el hombre después que él ha perdido todo lo demás.

5. ¿Cuál es la mejor de todas las cosas?
r. La virtud, porque sin ella no existe nada bueno.

6. ¿Cuál es la más rápida de todas las cosas?
r. El pensamiento, porque en menos de un instante puede volar hasta el final del universo.

7. ¿Cuál es la más fuerte?
r. La necesidad, que obliga al hombre a enfrentar todos los peligros de la vida.

8. ¿Cuál es la más fácil de todas las cosas?
r. El dar consejos.
Pero cuando se llegó a la novena pregunta, nuestro sabio dio una paradoja como respuesta. Estoy seguro que fue una respuesta jamás comprendida por el interrogador, y a la cual la mayoría de la gente sólo atribuye un significado superficial.
La pregunta fue:

9. ¿Cuál es la más difícil de todas las cosas?
r. ¡Conócete a tí mismo!

Este fue el mensaje de los antiguos sabios al hombre ignorante y lo sigue siendo.




Extracto de PAUL BRUNTON - EL SENDERO SECRETO
Una Técnica para el Descubrimiento del Yo Espiritual en el Mundo Moderno





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